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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El cuento del Buen Papa

El silogismo simple: una institución encabezada por un hombre tan bueno no puede ser tan mala, aunque se empeñe en descalificar casi todo lo nuevo, todo lo que nos ha costado tanto esfuerzo

El arzobispo de Caracas, monseñor Raúl Biord, rocía con agua bendita un retrato del papa Francisco.
Martín Caparrós

Bueno; ahora que ya lo velaron, lo lloraron, lo enterraron, lo regaron con la sarta más caudalosa de cursilerías que el mundo ha visto en muchos años y están por reemplazarlo, ¿podemos por fin hablar en serio? ¿O seguimos con el cuento de la Buena Pipa?

Se murió un Papa –cosa que sucede cada muerte de muchos obispos– y fueron unos días muy raros. Personas, personajes y corrientes que se definen como ateas o agnósticas se dedicaron a cantar las mil maravillas de un hombre que dedicó su vida a representar a ese dizque dios en el que ellos no creen, y terminó por ser el jefe de la empresa formada alrededor de esa creencia. Nadie nunca habría conocido al señor Jorge Mario Bergoglio si no hubiera sido el monarca absoluto de un pequeño Estado y una gran organización que lleva veinte siglos formando y deformando nuestro mundo. Y, sin embargo, muchos que critican su función lo olvidaron por un rato –separaron al hombre del cargo que le dio todo su sentido– para construir un papa bueno.

La Iglesia católica es una monarquía absoluta donde los nobles feudales designados por los monarcas anteriores para mandar en cada territorio eligen a uno de ellos para que reine sin fronteras hasta que muera o desespere, con ese poder agregado de pretender que lo que dice como rey es absolutamente verdadero y que si está en ese trono es porque a su dios, a través de un espíritu santo, se le dio la gana. Y es una organización riquísima que siempre estuvo aliada con los poderes más discrecionales –más parecidos al suyo–, que lleva siglos y siglos justificando y participando en masacres, dictaduras, guerras, retrocesos culturales, sociales y técnicos; que torturó y mató a quienes pensaban diferente, que llegó a quemar a quien decía que la Tierra giraba alrededor del Sol –porque ellos sí sabían la verdad.

Una organización que, durante siglos, controló cada una de las actividades de sus seguidores y les impuso cómo debían vivir –pensar, comer, leer, amar, fornicar, trabajar, imaginar el mundo, ver el mundo, vestirse, comportarse, someterse– y aún consiguen hacerlo en muchos casos. Nadie niega que haya, dentro de esa organización, muchas personas bien intencionadas: eso nunca cambió el efecto que produjo en nuestras sociedades.

Porque es una organización que enseña a sus seguidores a ser cobardes: a temer la brevedad y el caos de la vida e imaginar en cambio un orden perfecto controlado por un ser superior, inexpugnable, “todopoderoso” y una vida eternamente eterna. Para eso se basa en un conjunto de supersticiones perfectamente indemostrables, inverosímiles –“prendas de fe”–, solo buenas para convencer a “las ovejas de su rebaño” de que no deben creer en lo que creen lógico o sensato sino en lo que les cuentan, que deben resignar su entendimiento en beneficio de su obediencia a jefes y doctrinas: lo creo porque es absurdo, lo creo porque no lo entiendo, lo creo porque los que saben me dicen que es así.

Una organización que, por eso, siempre funcionó como un gran aparato político para enseñar a millones y millones a que crean y acepten lo imposible, a que hagan cosas que no querrían hacer o no hagan las que sí porque sus superiores se lo ordenan: una escuela de sumisión y renuncia al pensamiento propio –que los demás poderes agradecen y utilizan, recompensan.

Una organización que hace todo lo posible por imponer sus reglas a cuantos más mejor y, así, sigue matando cuando, por ejemplo, presiona para que estados, organismos internacionales y oenegés no distribuyan preservativos en los países más afectados por el sida en África –con lo cual el sida se contagia y mata a cientos de miles de pobres cada año. Ahora, no en el siglo XVI.

Una organización que no permite a sus mujeres trabajos iguales a los de sus hombres, y las obliga a un papel secundario que en cualquier otro ámbito de nuestras sociedades sería ilegal e indignaría a casi todos –salvo a la extrema muy derecha.

Una organización de la que se hablaba, últimamente, más que nada por la cantidad de pedófilos intensos e intonsos que se emboscan en sus filas y, sobre todo, por la voluntad y eficacia de sus autoridades para protegerlos. Y, en esa misma línea delictiva, por su habilidad para emprender maniobras financieras muy dudosas, muy ligadas con catervas confusas.

Una organización –decíamos, y es central– que se basa en un conjunto de supersticiones. Que una superstición sea compartida por millones, por cientos de millones, no cambia su esencia. Que haya millones de personas que nos agarremos el huevo o pecho izquierdos para espantar la mala suerte no quiere decir 1) que la mala suerte exista, 2) que presionar dicho huevo o dicho pecho pueda conjurarla, 3) que los millones merezcamos particular respeto por hacerlo. Así, que haya millones de personas que crean que una señora virgen parió un hijo de un dios que la preñó con un soplo divino no quiere decir 1) que los soplos divinos preñen mujeres por conductos extraños, 2) que las mujeres puedan embarazarse sin perder su himen, 3) que las mujeres puedan parir sin perder su himen, 4) que haya dioses, 5) que tengan hijos –y así de seguido. Son ejemplos.

Y la idea de que ciertas supersticiones son más ciertas porque muchos las creen es una paradoja: un democratismo perfectamente incompatible con la base de la idea religiosa, que consiste en dejar de lado cualquier justificación material o lógica, en creer por convicción, por fe, más allá o más acá de cualquier cuenta. En las religiones, las estadísticas sólo sirven para ostentar poder.

Y la idea subsecuente de que no deberíamos criticar una religión como la católica porque muchos la siguen y debemos respetarlos es curiosa cuando se considera que esa misma religión explica que los incrédulos nos quemaremos para siempre en sus llamas eternas: una noción caliente del respeto.

En todo el mundo –pero sobre todo en África y América Latina, sus bases principales– la Iglesia de Roma recluta la enorme mayoría de sus seguidores entre los más necesitados, y la poderosa minoría entre los menos. Por eso una de sus tareas decisivas siempre fue ocuparse de los pobres: de mantenerlos pobres y sumisos para que sus jefes pudieran hacer con ellos lo que quisieran. Para eso perfeccionó el asistencialismo –el arte de dar a los pobres justo lo suficiente para que sigan siendo pobres– hasta cumbres excelsas bajo el nombre de “caridad cristiana”. Y así fue como acuñó el primer gran eslogan populista de la historia –que sigue siendo, creo, el mejor–: “Bienaventurados sean los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos”, la promesa de que, si se mantenían pobres y obedientes, terminarían en ese paraíso. El mecanismo es la quintaesencia del ala pobrista de eso que ahora llaman populismo: ofrecer respuestas simples e ilusorias a los problemas más complejos. Ninguna palabra, ninguna institución, hizo tanto durante tanto tiempo por los dueños del mundo.

Pero todo esto ya lo sabemos –y lo saben, faltaba más, todos los ateos y agnósticos que se han pasado estas semanas cantando las maravillas de un hombre cuyo gran mérito fue que los jefes de esa organización dañina lo eligieron para ser su jefe. La hazaña requiere, por supuesto, el esfuerzo de toda una vida de voluntad, alianzas y maniobras, promesas y espantajos –a menos que uno crea que fue realmente el famoso espíritu santo.

En este caso no importa cómo haya sido la carrera del señor Bergoglio, pero quien quiera saberlo puede consultar el artículo riguroso y certero de Leila Guerriero, periodismo, que releva sus contradicciones y la falsificación de sus frases más famosas. Siempre se dijo que había dicho, por ejemplo, que “si una persona es gay, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. Lo que dijo en realidad fue que “si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. “Buscar a Dios y tener buena voluntad” significa, aquí, que el gay dejaría de ser gay –que era la condición que el señor Bergoglio y su compañía ponían para aceptar a los gays: que no lo fueran.

Pero, entre malentendidos bien entendidos y olvidos cuidadosamente recordados, la ola neopapista presenta a Bergoglio como una especie de contrapoder de su propio poder, como si un alma buena se hubiera infiltrado en esa organización tan corruptora. Como si la hubiera engañado con su astucia bienintencionada, como si esa organización maligna no supiera serlo y no supiera lo que necesitaba en 2013, cuando chapoteaba entre escándalos financieros y sexuales: un papa peronista, uno capaz de recuperar su prestigio recuperando su discurso populista. Así que, al grito mudo de Make Christ Poor Again, consiguió imprimirle una pátina presuntamente crítica y humilde –sin cambiar absolutamente nada de su estructura machista, mágica y autoritaria.

Los mandos vaticanos intentaban, con esa vieja maniobra, que su organización recobrara algo de su fuerza: al menos, la posibilidad de trabar o revertir determinados cambios, su cometido principal. Lo curioso es que tuvieron cierto éxito: le aparecieron por doquier defensores inesperados, firmas que afirman que, lo queramos o no, “el cristianismo es nuestra tradición”. El fatalismo historicista es una forma casi elegante del pensamiento reaccionario: el esclavismo o las monarquías absolutas o las mujeres sometidas también fueron parte importante de nuestra tradición y sin embargo conseguimos dejarlo atrás –que es lo que el tiempo y el famoso progreso hacen, habitualmente, con las tradiciones.

La católica, es cierto, se ha defendido como ninguna otra. Es la mejor cuando se trata de imponer ideas imposibles y convencer de que hace lo que no hace –y viceversa. Ya lleva casi 2.000 años en el tajo y cada vez que parece a punto de caer tira de algún peronista o pre-proto-post-para-seudo-peronista que le devuelve la confianza. En estos días eligen a un rey nuevo. Sería bueno evitar cometer los mismos errores: la ingenuidad de creer que un hombre que llega hasta esas alturas de una organización no es funcional a esa organización.

En cualquier caso, el alma del cuento del Buen Papa es un silogismo simple: una institución encabezada por un hombre tan bueno no puede ser tan mala –aunque se empeñe en descalificar casi todo lo nuevo, todo lo que nos ha costado tanto esfuerzo. El pase mágico parece funcionar: mientras otras derechas también encuentran nuevas formas, su forma más tradicional recupera algunas de sus armas. Es, queda claro, otra desgracia para el mundo –y de esta ni Dios nos va a salvar.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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