Ingobernables
Propongo un nombre para este fenómeno, ‘la República de las 3 I’: la política chilena pronto estará gobernada por independientes, institucionalizados e ingobernables

La política tiene su historial de eventos icónicos de desobediencia interna y desalineamientos partidarios que recorre todo el espectro ideológico. Con la regularidad que marcan los períodos electorales, hemos asistido a múltiples comedias de enredos, con el papel protagónico de una amplia gama de personajes encarnando el espíritu del discolaje: “Esas personas que, perteneciendo orgánicamente a un partido o coalición, se desmarcan públicamente o votan en contra de las directrices del colectivo al que pertenecen”; hay muchos ejemplos en los últimos 30 años, pero sería muy largo de detallar aquí.
Con la reforma al sistema binominal que, pese a sus defectos en la representatividad de minorías ciudadanas, garantizaba cierto orden o alineamiento de los bloques partidarios, vemos como la idea de un orden partidario ha sido reemplazada por una escena coral de aspirantes que compiten no solo entre bloques, sino dentro de sus propias coaliciones. A casi una década de la reforma electoral, el sistema de partidos ha mutado en un archipiélago de liderazgos autónomos, estrategias individuales y alianzas efímeras. En esta temporada electoral, el síndrome del candidato propio ha tomado el control del guion, dejando a los acuerdos de pactos y a la disciplina partidaria en un segundo plano; bienvenidos a la República de los ingobernables.
La reciente proclamación de Gonzalo Winter como candidato del Frente Amplio instaló formalmente la competencia dentro del oficialismo, forzando al resto de los partidos a una pronta definición de sus representantes, y a no seguir perdiendo el valioso tiempo de la campaña territorial. Sin embargo, al interior del Partido Socialista y Partido Comunista pareciera no haber consenso sobre quienes los representarían en una eventual primaria competitiva, dilatando sus procesos de resolución interna, mientras tanto la posibilidad de una candidatura unitaria comienza a esfumarse, en un escenario donde los partidos creen que colocar su nombre en la papeleta del voto de primera vuelta es más importante que su eventual presencia en La Moneda.
En las filas de la oposición, en tanto, la situación es aún más tensa. Por un lado, Evelyn Matthei, busca proyectar uno sus atributos más sólidos, la experiencia, frente a José Antonio Kast y Johannes Kaiser, pero su liderazgo se ve desafiado cada tanto por errores no forzados, silencios incómodos y presiones por posturas más duras provenientes de los sectores más derechistas para garantizar apoyos mutuos en segunda vuelta. En paralelo, Kaiser, el streamer convertido en candidato, gana terreno a costa de la institucionalidad de Chile Vamos. Sabedor de su inmejorable posición, no tiene problemas en rechazar alianzas, desinformar sobre vacunas, y aun así hacer que su base se mantenga sólida. El clima interno del sector es tan borrascoso que ya se avizora la tormenta en el horizonte, haciendo presagiar un desastre electoral de proporciones si no arriban pronto a consensos mínimos que posibiliten transmitir gobernabilidad; aunque se ve cuesta arriba el objetivo después de la frase de Matthei: “En la vida hay que comerse sapos”, sin imaginar que uno de los aludidos le respondería en redes con un “déjeme fuera del menú”.
La figura del díscolo ya no es marginal, es el protagonista del momento que amplía la sorprendente taxonomía del paisaje partidario, dando paso a una forma de hacer política donde el nombre personal pesa más que el nombre del partido. El caso de Manuel José Ossandón coronándose presidente del Senado gracias a votos del oficialismo, pese a la resistencia de su coalición, marca otro hito: la desobediencia se premia, incluso con poder institucional; instalando de paso la noción de caos, es decir, “si los partidos no pueden alinear ni a su propia bancada, ¿cómo pretenden gobernar un país?”.
Desde el discolaje fundacional del exsenador Alejandro Navarro, lo que alguna vez fue excepción hoy se ha convertido en la norma. Así como vamos, la indisciplina podría ser un rito de paso en la carrera política, y la pulsión por formar un partido llegar a convertirse en nuevo deporte nacional. A este ritmo, quizás debamos pensar en la figura del parlamentario freelance o del candidato nómade, ese que deambula sin rumbo por los amplios territorios de la política, acumulando visibilidad en lugar de coherencia.
Propongo un nombre para este fenómeno, la República de las 3 I: la política chilena pronto estará gobernada por independientes, institucionalizados e ingobernables. Así las cosas, las elecciones primarias podrían transformarse rápidamente en campos de batalla entre aliados, en espacios donde los liderazgos surgen y se fundan a punta de algoritmos, no en estructuras partidarias; y la confianza en las coaliciones se mide menos por acuerdos programáticos que por la calculadora imprecisa de las encuestas. ¿El riesgo? Que la ilusión de representatividad se transforme en el arte de la irresponsabilidad crónica.
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