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TENIS | ROLAND GARROS
Columna
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Algunas ideas y debate, ante todo debate

Vaya por delante que mi manera de pensar no me lleva tanto a proponer cambios para ver qué sucede, sino más bien a plantearme qué tipo de juego y espectáculo sería conveniente ofrecer

Una jugadora se dispone a servir durante un partido de Roland Garros.
Toni Nadal

A raíz de mi último artículo publicado en este periódico, en el que manifesté mi convicción de que el tenis necesitaba realizar ciertos cambios, se me instó a que los desgranara en este escrito. Vaya por delante que mi manera de pensar no me lleva tanto a proponer cambios para ver qué sucede, sino más bien a plantearme qué tipo de juego y espectáculo sería conveniente ofrecer, para a partir de aquí buscar las modificaciones que me permitan llevarlos a cabo. Yo parto, además, del convencimiento de que el deporte, como cualquier otra actividad, debe adaptarse a la nueva realidad que el mundo actual nos depara.

Si, como consideración previa, entendemos que tanto las dimensiones de la pista como sus reglas se fundamentaron en la morfología de los practicantes de antaño y de los materiales que estos tenían a su disposición, es lógico pensar que si estas últimas son distintas, aquellas también lo deberían ser.

Yo pienso que los cambios deberían atender a dos necesidades diferentes, aunque invariablemente ligadas entre sí: por una parte la del juego en sí, y por la otra, la calidad de sus competiciones.

En cuanto a la primera, estamos comprobando desde hace ya unos años el trasvase paulatino de practicantes que van abandonando el tenis y se decantan por otros deportes de raqueta como el pádel o el pickleball. La razón es muy simple. Nuestro deporte es demasiado difícil de aprender. El mundo actual demanda facilidad, inmediatez y diversión. El tenis no responde a ninguna de las dos primeras y sólo concede la tercera después de dedicarle mucho tiempo y empeño.

Este problema se subsanaría, bajo mi punto de vista, acortando las raquetas. Solamente con este simple cambio se disminuiría la dificultad de coordinación. Si, además, se rebajara la presión de las bolas o se aumentara su tamaño, se produciría una ralentización del juego, facilitaría el control de la pelota, contribuiría a los intercambios más largos y a disminuir los errores inmediatos. Todo esto se traduciría en un aprendizaje más rápido, en una mayor diversión y, por tanto, en convertirse en un mejor ejercicio en el que no tienes que pasarte todo el tiempo recogiendo bolas.

Estos dos cambios tendrían, también, un efecto determinante en el juego de los profesionales y en la calidad del espectáculo que nos ofrecerían. Al limitarles la potencia, reduciríamos también el número de errores que irremediablemente se van produciendo por el exceso de velocidad. Los jugadores estarían obligados a jugar peloteos más largos y a desarrollar puntos más trabajados tanto técnica como tácticamente (está comprobado que los puntos más aplaudidos son los de más intercambios y variedad en sus golpes).

Escena de un partido de ‘pickleball’ en Arizona, en febrero.

A nosotros, los espectadores, nos permitiría apreciar sin tanta dificultad estos peloteos y disfrutar con ello de la belleza del golpeo, hoy en día desbaratada por la excesiva aceleración de los gestos.

Si aparte de estos cambios se implementaran algunos otros para reducir la duración de los encuentros, conseguiríamos que el espectador no se aburriera por las continuas interrupciones que se producen durante los partidos. El juego real durante los encuentros de hoy día no va más allá del 15% del tiempo total. Demasiado poco, a todas luces.

Se podrían ir implementado otras pequeñas modificaciones como supeditar el descanso entre punto y punto a la duración del mismo, o que, como ocurre en el baloncesto, y después del debido consenso, algunos puntos puedan tener distinto valor. Y se me sigue ocurriendo una pequeña retahíla de ideas que podrían mejorar nuestro deporte, pero la más importante de todas, sigue pareciéndome necesario que haya un debate al respecto.

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Sobre la firma

Toni Nadal
Tío y mentor de Rafael Nadal, entrenó al tenista mallorquín durante casi tres décadas. Previamente dirigió el Club Tenis Manacor y durante toda su vida se ha dedicado a la formación. Es autor del libro ‘Todo se puede entrenar’ y hoy día imparte conferencias motivacionales. Desde 2017 firma columnas en EL PAÍS sobre la actualidad de su deporte.
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