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Palos de ciego
Columna
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Por qué no somos felices

Puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie. Salvo con uno mismo

Eduard Fernández, tras ganar el Goya por 'Marco' el pasado febrero.
Javier Cercas

En una entrevista reciente, Eduard Fernández confiesa: “Me gustaría no ser envidioso, pero no lo conseguiré, así que lo asumes y ya está. Me digo: pero ¿de qué tengo envidia? ¡Si me va muy bien!”. Estas palabras demuestran que, además de ser un gran actor, Fernández debe de ser un tipo valeroso y honesto: hay que serlo para decir una cosa así, porque quien confiesa que envidia confiesa que se siente inferior; también, que no es un hombre particularmente feliz.

No puede serlo un hombre envidioso. En La conquista de la felicidad, Bertrand Russell argumenta que una de las causas fundamentales de nuestra infelicidad es la envidia (otra, añadiría yo, es el miedo: por eso Walter Benjamin escribió que la felicidad consiste en vivir sin temor); el problema es que, igual que nadie es inmune al miedo, nadie es inmune a la envidia, una de las pasiones más arraigadas, sobre todo en sociedades que, como las nuestras, han llevado el espíritu de competición hasta el delirio (o hasta el ridículo). Pero no solo en las nuestras: Russell duda que Simeón el Estilita —quien a principios del siglo V pasó 37 años subido a la minúscula plataforma de una columna— hubiera estado muy satisfecho si se hubiera enterado de que otro santo había pasado más tiempo que él en una plataforma todavía más minúscula. Es una duda razonable. El envidioso no solo desea hacer daño al envidiado y poner en práctica su deseo —sobre todo si puede hacerlo con impunidad—, sino que se hace infeliz a sí mismo; esto emparenta la envidia con el odio: quien envidia, igual que quien odia, es como el que bebe un vaso de veneno creyendo que va a matar a otro; también la emparenta con el odio la insatisfacción crónica de ambos, su avidez universal: como dice Russell, quien desea la gloria puede envidiar a Napoleón, pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro probablemente envidiaba a Hércules, que ni siquiera existió. El cine y la literatura le han dado muchas vueltas a este infortunio. En Amadeus, Miloš Forman dramatizó el calvario que atraviesa un triste, esforzado y mediocre Antonio Salieri a manos de la genialidad precoz, alegre y gamberra de Mozart. Menos conocido, pero no menos memorable, es un relato también protagonizado por músicos, obra de Dino Buzzati: El músico envidioso. En él se refiere la historia de Gorgia, un compositor a quien todo le va tan bien como a Eduard Fernández —es famoso, tiene dinero, goza de buena salud y de excelente reputación—; su desgracia es que padece una envidia tan enfermiza que su mujer y sus amigos, apiadados de él, intentan ocultarle la aparición de un genio musical, y que, cuando el desdichado Gorgia lo descubre, y para colmo resulta que es un compositor de su misma edad, hasta entonces desconocido y despreciado por todos, se sume en una desesperación sin confines. El final del cuento es un retrato del infierno: para Gorgia, “toda alegría había acabado. Ni siquiera podía ofrecer ese dolor suyo a Dios, porque, ante esta clase de dolores, Dios se indigna”. Russell piensa que un antídoto contra la envidia es la admiración: si Salieri y Gorgia hubieran admirado sin reservas a sus dos némesis, no solo hubieran sido menos desdichados; también hubieran sido mejores músicos, porque hubieran podido aprender de la superioridad de sus rivales. Puede ser. Pero también puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie. Salvo con uno mismo.

¿Todo es pernicioso en la envidia? ¿Ésta solo acarrea calamidades? Optimista irredento, Russell piensa que no, que la pasión igualitaria, indisociable de la envidia, inspiró la democracia en la Grecia antigua (“Nadie debe sobresalir entre nosotros”, decían los ciudadanos de Éfeso para escándalo de Heráclito) e inspira la democracia y el socialismo modernos. También piensa que la envidia es, en parte, la expresión inevitable de un “dolor heroico” —el dolor de quienes caminamos a ciegas en la noche— y que, para salir de esa oscuridad sin esperanza, el ser humano debe aprender a transcender su yo y a adquirir “la libertad del universo”. Qué envidia.

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Sobre la firma

Javier Cercas
Javier Cercas nació en Ibahernando, Cáceres, en 1962. Es autor de 12 novelas que se han traducido a más de 30 idiomas y le han valido prestigiosos galardones nacionales e internacionales. Ha recibido, además, importantes premios de ensayo y periodismo, y diversos reconocimientos al conjunto de su carrera. Es miembro de la Real Academia Española.
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