Apagón: la distopía aún no ha llegado
El episodio que se vivió el lunes en España y Portugal está cargado de simbolismo en un mundo en el que no dejan de ocurrir cosas que ya vaticinaron los grandes de la literatura distópica. Se fue la luz, pero el país superó la sensación de apocalipsis escuchando las noticias con una radio a pilas y bebiendo cerveza en las terrazas


Vivíamos como si realmente fuese el fin de la historia. Como si la prosperidad y la abundancia fuesen un hecho viral incontestable, capaz de garantizar el final de los grandes conflictos, de la lucha por sobrevivir. Íbamos a acabar con el hambre, con el cáncer y con la pobreza. La guerra y los regímenes autoritarios eran sólo una especie en extinción. Era el punto final de nuestra evolución ideológica. La democracia liberal occidental era la forma de gobierno final. Después llegaron los atentados, la crisis financiera y los huracanes; la pandemia, los genocidios, la crisis energética y los volcanes en erupción. Vimos el asalto al Capitolio en tiempo real por la CNN y por las stories que los asaltantes subieron a Twitter, Instagram y TikTok. El fin de la historia se había transformado en el fin del mundo, en modo parodia. Parafraseando el verso más famoso de T. S. Eliot: Así es como acaba el mundo. / Así es como acaba el mundo. / Así es como acaba el mundo. / No con un estallido sino con un meme.
Empezamos a fantasear con un final abrupto. A comprar latas en conserva y pastillas potabilizadoras, vendas con antibiótico, navaja suiza y lámparas led. Queríamos aprender a hacer cosas con las manos, sin usar internet. Si todo se tuerce nos iríamos a la casa del pueblo a cultivar un huerto con un perro, tres gallinas y una vaca. Los preppers (preparacionistas) decían de comprar una escopeta, una antena y un generador. El apagón nos pilló a todos desprevenidos, escribiendo correos, comprando pañales, esperando aviones y reciclando botellas de plástico. Acabamos escuchando la radio a pilas con los vecinos en una plaza o terraza del barrio. Durante las horas siguientes, la incertidumbre se disolvió en el puro placer de estar juntos, descolgados del teléfono, suspendidos en un estado colectivo de algarabía e indefensión. Las señales del apocalipsis no suelen ser tan confusas. Esperábamos el apocalipsis, pero solo se había ido la luz.
Los sistemas que nos permiten invocar agua potable, eliminar aguas residuales, comunicarnos inmediatamente con cualquier persona o trasladarnos rápidamente a cualquier lugar son invisibles hasta que se rompen. Cuando lo hacen, la crisis carece de ambigüedad. Cuando se corta la corriente eléctrica, no podemos funcionar. La distopía es más intuitiva y, durante mucho tiempo, se manifiesta principalmente en las contradicciones. Por ejemplo, la economía y la población crecen pero el planeta se acaba. Las empresas que más dinero ganan y más futuro tienen son las que menos personas emplean. Por qué Apple tiene menos de 200.000 trabajadores, cuando El Corte Inglés emplea a más de 80.000, y paga menos impuestos que una panadería de barrio. Vivimos saturados de noticias pero cada vez es más difícil saber lo que está pasando. Los líderes políticos son las principales fuentes de desinformación. Podemos editar el ADN y predecir la estructura de las proteínas pero en países como Estados Unidos, la esperanza de vida ha empezado a bajar.
Se generan más datos que nunca pero el poder es completamente opaco. La inteligencia artificial es intangible e infinita pero nos ha devuelto formas de explotación victorianas. Vivimos sometidos a un régimen de control y vigilancia por los mismos sistemas que iban a salvarnos. Entre los más pobres, muchos votan a candidatos que han prometido acabar con el contrato social. Vamos a conquistar Marte en un futuro que fantasea con el pasado más retrógrado e imperial. Es la vida de siempre pero nada parece como siempre. La resistencia parece sobreactuada. Somos infinitamente adaptables, sabemos convivir con la inquietud.
El apocalipsis es un acontecimiento revolucionario que lo cambia todo en un instante. La vida que sigue viviendo se tiene que reinventar desde cero. Una vuelta a los orígenes donde ya no existe el contrato social. La distopía es un proceso mucho más sutil. Es una utopía que se tuerce hasta convertirse en lo opuesto de lo que dice representar. El apocalipsis es un accidente, un castigo divino o al menos la consecuencia lógica de un deterioro irresponsable del que todos participamos. La distopía es un ejercicio de destrucción deliberada que se hace pasar por deterioro, y que puede pasar inadvertida si no prestamos atención. La literatura distópica nos ofrece herramientas para interpretar las señales, y anticuerpos para resistir la lógica implacable de sus engranajes. Gracias a George Orwell y Aldous Huxley, Philip K. Dick, Franz Kafka y Margaret Atwood reconocemos los ingredientes con los que se construye una nueva era de opresión.

Las señales son inequívocas, una vez se identifica el patrón. Reconocemos en 1984 las formas de control de los cuerpos a través de la vigilancia permanente. La eficacia política del panóptico, cuya genialidad es conseguir que el pueblo vigile al pueblo, que interiorice su propia represión codificada como educación, ambición y otras expresiones de estatus en una jerarquía por la que todos quieren trepar. Pero también las formas más sutiles de control del pensamiento a través de la manipulación del lenguaje, de la reescritura constante de la historia, del uso oportunista de la nostalgia para justificar la violencia. Quien controla el pasado controla el futuro. Entendemos la importancia de los nombres y el acto de nombrar como forma de resistencia íntima. Como dijo Ursula K. Le Guin al aceptar la Medalla por la Contribución Distinguida a las Letras Americanas, “necesitamos escritores que recuerden la libertad”.
Un mundo feliz identifica el entretenimiento, el consumo y otras iteraciones compulsivas características de nuestro tiempo como partes de un sistema de automedicación. Para qué amedrentar a la población cuando es tan fácil distraerla con series de Netflix, partidos de fútbol y tertulias televisivas sobre el género y la transversalidad. Nos reconocemos en esas fórmulas masivas pero sutiles de consuelo a través del placer inmediato, del debate inconsecuente, del sexo desconectado y la práctica de rituales sin comunidad. En ese sentido, no hay un mundo más feliz que el estado de confinamiento, cuando las plataformas digitales expandían sus dominios a lomos del colapso, estableciendo los límites literales de lo posible para todos los aspectos de nuestra vida: social, laboral, emocional, intelectual. Como explica Hannah Arendt en La condición humana, el espacio público es el espacio de aparición.
Apóstol de la paranoia, Philip K. Dick se anticipa a la posverdad en todos sus relatos describiendo la tecnología y los medios de comunicación como vehículos para imponer realidades paralelas sobre la percepción humana. Nos propone la depresión y la locura como nuestros únicos anticuerpos en el mundo interpretado y corporativo de las conciencias artificiales, antes de que Mark Fisher las catalogara como el síntoma estructural del sistema capitalista tardío. El cuento de la criada, de Margaret Atwood, identifica el asalto a los derechos reproductivos y sexuales como el canario en la mina de una regresión inminente. También nos recuerda que hasta las redes más pequeñas son como un acto político capaz de proyectar la libertad más allá de sus dominios. Lo opuesto al totalitarismo no es la supervivencia, sino la solidaridad.
Todos los relatos distópicos advierten de su temporalidad engañosa. “Dijeron que sería temporal, pero nada cambia de golpe”, dice Offred, la protagonista de la novela de Atwood para explicar cómo dejaron que se desplomara la democracia sin ofrecer resistencia. Es el mismo proceso de adaptación que describe Hannah Arendt, una mezcla de indiferencia calculada, basada en principios de cortesía y comodidad. Todo parece avanzar gradualmente, un proceso de cambios tan incrementales que se infiltran silenciosamente en lo cotidiano, reconfigurando la realidad mientras hacemos maratones de Netflix y debatimos sobre las nadadoras trans o el saludo nazi de Elon Musk. La continuidad y accesibilidad de las rutinas superficiales nos tranquilizan hasta que súbitamente se produce una aceleración vertiginosa y todo parece desencadenarse a la vez. Parece un acontecimiento, pero es la conclusión lógica de un proceso muy anterior.
Los grandes apagones funcionan como elemento simbólico pero también nos sirven para diagnosticar, porque revelan cosas sobre los órdenes sociales. Dicen que el famoso apagón de Nueva York en verano de 1977 propició saqueos generalizados que expusieron las tensiones sociales de una ciudad marcada por el desempleo y la crisis económica. Como muchos han señalado esta semana, eso no fue lo que pasó aquí. Siguiendo la ruta mediática de las semanas anteriores, parecería que se nos fue la luz en las peores circunstancias: una ausencia de futuro, de valores, de sentido; en un estado de incertidumbre e indefensión. Un mundo donde la tecnología nos supera, la política nos satura, la comunidad nos enfurece. Cuando más soñábamos con una explosión. Y, sin embargo, España consiguió superar el apocalipsis sin peleas, pillajes o accidentes de tráfico, sentados alrededor de una radio que nunca dejó de emitir. En su Tesis sobre la filosofía de la historia, Walter Benjamin dice que cada segundo es “la pequeña puerta en el tiempo por la que podría entrar el Mesías”. Hay mucha luz en esta oscuridad.
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