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El auge de la monocracia

Las democracias deberían habilitar mecanismos de rendición de cuentas para los poderosos círculos presidenciales

El presidente de EE UU, Donald Trump, muestra un decreto presidencial con su firma junto a algunos de sus colaboradores, el 9 de abril en la Casa Blanca.
Víctor Lapuente

Donald Trump no es un autócrata. Es un monócrata, en la acepción del término usada para describir un fenómeno creciente en las democracias modernas: la concentración de poder en la oficina del presidente. Según los expertos Fortunato Musella y Luigi Rullo, el auge del gobierno monocrático es el resultado de tres tendencias: una relación más directa entre el líder y la gente, una personalización de la política que convierte al presidente en dominus del Ejecutivo y el partido, y una fragmentación de los agentes colectivos, como el Parlamento y los partidos.

El “ala oeste” del palacio presidencial ha sustituido, de facto, al Congreso como locus del poder. Todo sale de ahí: las iniciativas legislativas que solían elaborar los parlamentos, las políticas concretas del día a día que solían diseñar los funcionarios ministeriales, los planes abstractos de futuro que solían dibujar las instituciones de pensamiento, los candidatos electorales que solían decidir los órganos de partidos, y los argumentarios que solían elaborar unas mentes que ahora simplemente repiten lo que les envían por WhatsApp.

Ahora todo se produce, como en el país de Charlie y la fábrica de chocolate, en un enorme complejo que ejerce tanta fascinación como miedo, como la Casa Blanca o La Moncloa. Sabemos que el hacedor de los maravillosos dulces no es el Sr. Wonka de turno (Trump, Starmer, Sánchez o Meloni), sino un aplicado ejército de anónimos oompa-loompas, del que, para la responsabilidad que tiene, sabemos poco. Las democracias deberían adaptarse a esta absorción del poder efectivo en los círculos presidenciales y habilitar mecanismos de rendición de cuentas para saber quién decide qué.

Los desmanes de Trump, cuyos decretos violan derechos constitucionales, no tienen nada que ver con algunos recientes excesos de poder (legales o ilegales, pero sin duda bochornosos) que se han dado en algunos palacios presidenciales europeos. Pero su origen es el mismo, la acumulación de poder en el núcleo del poder ejecutivo. La diferencia es que en EE UU pilota un loco.

Con unos parlamentos más deshilachados y unos ejecutivos más tensionados, las costuras de las democracias se resquebrajan. En España, la falta de presupuestos o de un pacto legislativo sobre defensa no son el problema, sino el síntoma de una enfermedad más seria, el lento ascenso de la monocracia. No estamos en una dictadura ni en su antesala. Pero, con su omnipotente control de la agenda política, la fábrica de chocolate puede convertirse en una máquina de fango.

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