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Ciudades sostenibles
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Cómo pueden las comunidades migrantes contribuir a curar la epidemia de soledad en EE UU?

En un mundo hiperconectado en el plano virtual pero aislado en el real, las ciudades tienen el desafío de ser espacios de encuentro. Y en este esfuerzo, la cultura latina puede ofrecer una inspiración vital

Soledad en EEUU

Quienes advierten de los riesgos de la soledad en el tejido urbano de las ciudades norteamericanas llevan un tiempo amplificando sus alertas. La pandemia visibilizó un fenómeno progresivo, ahora consolidado como rasgo cultural, aunque las comunidades migrantes, más ligadas a redes familiares que a concejos municipales, parecen resistirse.

En 2023, el director general de Sanidad de EE UU difundió un estudio que alertaba sobre una nueva epidemia que castiga inadvertidamente a la sociedad contemporánea: el aislamiento, una crisis silenciosa con efectos en la salud mental que van desde el suicidio hasta la degradación del bienestar colectivo y del capital social.

El tema, advertido hace un cuarto de siglo por el profesor de Harvard Robert Putnam y su célebre libro Bowling Alone: el colapso y el resurgimiento de la comunidad norteamericana, no ha hecho más que consolidarse. En enero, Derek Thompson detallaba en un artículo en The Atlantic la actual celeridad en el proceso de la individualización, que comenzó con la irrupción del automóvil y la televisión, y que se ha desbordado con la llegada del teléfono inteligente, las redes sociales y la inteligencia artificial. Thompson subraya que el declive de la interacción social se está acelerando de forma preocupante y amenaza con alterar el bienestar de los estadounidenses en el largo plazo.

El norteamericano promedio pasa más tiempo en su casa disfrutando del acceso casi irrestricto a la industria cultural digital y a las redes virtuales, en detrimento del espacio público. A esta coyuntura se puede añadir una división ideológica de carácter más local: la brecha entre la América rural, de extrarradios y más conservadora, y la urbana, que aboga por un incremento en la densificación y la adopción de políticas de vivienda asequible. El condado de Arlington, vecino a Washington DC, recientemente aprobó una normativa para facilitar acceso a vivienda digna para estratos medios (missing middle) en un mercado altamente intervenido. De momento, una demanda colectiva de propietarios de viviendas unifamiliares con jardines, llamados NIMBYs por el acrónimo de “no en mi patio trasero”, ha frenado la medida y los precios de la vivienda siguen disparados a merced de un fenómeno gentrificador que no parece detenerse en aquellos territorios dinámicos.

Este fenómeno podría agravarse por el reciente anuncio de la administración Trump de recortar fondos federales destinados a equidad en el ámbito local

Las corrientes urbanísticas precedentes facilitaron el aislacionismo durante el auge del desarrollismo a principios del siglo XX. En el ámbito normativo proliferó la zonificación excluyente —aquella que reniega de las calles interconectadas en cuadrículas y separa los diferentes usos urbanos (comercial, industrial, minorista, etcétera)— y sus consiguientes tensiones raciales, lo que ha normalizado la fragmentación de los vecindarios, documentada por el urbanista Richard Rothstein en su libro El color de la ley.

Este fenómeno podría agravarse por el reciente anuncio de la administración Trump de recortar fondos federales destinados a equidad en el ámbito local, elemento central en la planificación urbana del siglo XXI y que va más allá del acceso a parques, plazas y festivales, ya que apunta al concepto del derecho a la ciudad. Aun cuando los desarrolladores inmobiliarios proponen profusamente la vuelta a bulevares y calles peatonales comerciales —los centros comerciales o malls empiezan a percibirse apolillados—, quizás sea tarde para revertir los efectos de la expansión suburbana o sprawl del siglo pasado. Si bien hace unos años voces como la de Mike Davis ya exploraron los efectos del “urbanismo mágico”, una realidad caótica pero viva en muchas ciudades del mundo en desarrollo, es pertinente su relectura y actualización, sin romantizar sus profundas desigualdades.

En el actual contexto, que premia la innovación facilitada por el intercambio de ideas, las ciudades deberán invertir en su capital social aumentando la interconexión y facilitando dinámicas cooperativas saludables entre el sector privado y público. Recuperar el “tercer espacio”, concepto acuñado por el sociólogo Ray Oldenburg para aludir a entornos de socialización que no son ni el hogar ni el trabajo, adquiere relevancia para facilitar la cohesión social y un encuentro más armónico entre proveedores de servicios y consumidores, evitando el aislamiento. El comercio electrónico ha vaciado los centros comerciales, pero abre oportunidades a espacios de uso mixto, capaces de ofrecer centros cívicos, restaurantes, cines y teatros y calles peatonales en las que interactúa una diversidad de comunidades, grupos etarios y preferencias.

Inopinadamente, las comunidades hispanas ostentan valiosos antídotos al riesgo de aislamiento. Su concepción comunitaria y festiva, basada en redes de apoyo, sistemas de ahorro colectivos (“pasanakus”), celebraciones solidarias y una predisposición a la socialización, no parecen estar en disputa con la normativa urbana —en algunos casos excesivamente rígida— ni tampoco pretenden idealizar la flexibilidad desordenada de algunas ciudades en países emergentes.

Las ciudades tienen el desafío de ser espacios de encuentro. Y en este esfuerzo, la cultura latina puede ofrecer una inspiración vital

Para aquellas comunidades migrantes asentadas, el restaurante no es solo un negocio utilitario, sino un punto de encuentro y de construcción de identidad; la comida no es solo alimentación, sino un acto de conexión y preservación del patrimonio familiar; la plaza pública no es un espacio de tránsito, sino un escenario de vida y observación.

Tanto los ciudadanos de origen hispano como asiático invierten más tiempo en actividades educativas, de alimentación/bebida y en tareas de cuidado familiar, que aquellos ciudadanos de origen anglosajón y afroamericano. De estas cuatro categorías de origen racial y étnico, los hispanos también muestran un mayor porcentaje de tiempo de ocio dedicado a comunicar y socializar, con un 12%, en comparación con el 11,8% de los blancos, 9,4% de asiáticos y 8,7% afroamericanos, según el US Bureau of Labor Statistics.

La comunidad boliviana en el Estado de Virginia, que agrupa a 100.000 residentes, trata de encontrar equilibrios en ciudades con pleno empleo y baja delincuencia, agrupando a miles de personas en decenas de festivales. Abundan otros ejemplos como las “cholitas tiktokeras”, una comunidad de mujeres creadoras de contenido —bilingües y de clase obrera— en la periferia de Washington, cuyas familias indígenas en la diáspora conservan rasgos culturales andinos; la iniciativa Okuplaza, del colectivo chileno Ciudad Emergente o el proceso participativo de la comunidad salvadoreña en Chirilagua, Alexandria.

Quienes abogan por la creación participativa de espacios o placemaking llevan tiempo impulsando entornos propicios para socializar. Las protecciones al patrimonio tangible han permitido resguardar edificios históricos, pero hay escasas herramientas para preservar el patrimonio cultural inmaterial en un mercado inmobiliario que amenaza con desplazar rápidamente grupos de vecinos.

Si como sociedad queremos combatir la epidemia de la soledad y debatir la importancia real de la diversidad e inclusión, debemos reconsiderar el valor de una vida más conectada, principalmente los colectivos juveniles y de la tercera edad. En un mundo hiperconectado en el plano virtual pero aislado en el real, las ciudades tienen el desafío de ser espacios de encuentro. Y en este esfuerzo, la cultura latina puede ofrecer una inspiración vital para evitar que esta tendencia se convierta en cien años de soledad.

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