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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más crianza, menos guerra

Si los gobernantes estuvieran implicados en las labores de criar, viviríamos en sociedades menos belicosas, más preocupadas por el bienestar social y por el medioambiente; algo de gran interés cuando crecen los discursos militaristas

La crianza es una actividad que obliga al constante ejercicio de la empatía, el desprendimiento y la diplomacia.
Sergio C. Fanjul

Tsutomu Yamaguchi fue un caso de supervivencia extrema: sobrevivió a la bomba atómica que arrasó Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Cuando regresó a Nagasaki tres días después para reunirse con su familia, sobrevivió a la segunda bomba que lanzó Estados Unidos. Eso es tener suerte. Falleció mucho después, en enero de 2010, nonagenario. Él y otros supervivientes de los primeros ataques nucleares sobre la población civil habían dado un sabio consejo al mundo: que nadie que no fuera una madre en periodo de lactancia estuviera al mando de una potencia nuclear. No es descabellado.

Hay gente que tiene la intuición de que si hubiera más mujeres gobernando viviríamos en un clima de menor belicosidad, cosa de interés ahora que las élites mundiales están como locas jugando al Risk. Yo puse una vez una reflexión parecida en redes sociales y enseguida vinieron demasiados internautas a enmendarme la plana, que si Margaret Thatcher (la Dama de Hierro), que si Golda Meir, que si Isabel de Castilla. Y es cierto que ser mujer no exime de ondear valores tradicionalmente asociados a la masculinidad, como el ardor guerrero. Los valores son unos, cincelados en el inmutable espacio moral; las personas son otras, cada una con sus particularidades.

Resulta que la cosa no tiene tanto que ver con ser o no ser mujer, sino con criar o no criar, según explica Sarah Blaffer Hrdy en el reciente ensayo El padre en escena. Una historia natural de hombres y bebés (Capitán Swing). Ahí reflexiona sobre la creciente incorporación de los señores a las labores de crianza. Según ha observado en su propia familia, los avances en solo tres generaciones son insólitos: el padre de la autora nunca conoció el complejo mecanismo de un pañal, pero su yerno es el orgulloso cuidador principal de su nieta. Y eso que solo el 5% de las especies de mamíferos desarrolla cuidados parentales. Explica Blaffer, antropóloga y primatóloga formada en Harvard, que el instinto de cuidado no es particularmente femenino, sino que los hombres también tenemos circuitos cerebrales y mecanismos biológicos que nos mueven a cuidar a niños pequeños. Solo que se precisa la práctica para encender la mecha. Todo es ponerse.

Y aquí viene el asunto de la guerra: Blaffer explica que los cuidados hacen a las personas menos guerreras. Y que allí donde gobiernan personas cuidadoras no hay solo menos conflictos bélicos, sino que también hay sociedades más amables, donde se cuidan mejor los servicios públicos, el medioambiente y, por supuesto, los derechos de los niños. Se llama efecto Whiting: “Las sociedades en las que los hombres pasan más tiempo con sus esposas y bebés, durmiendo cerca de ellos, son también aquellas en las que la belicosidad es menor”, escribe.

Es lógico: cuando uno sabe de primera mano lo que cuesta sacar a una persona adelante, lo preciosa que es una vida, lo tiernos y desvalidos que son los pequeños, difícilmente será proclive a la destrucción ciega. La crianza obliga al constante ejercicio de la empatía, el desprendimiento, la diplomacia, la paciencia, el cariño y la capacidad de negociación. Desde el primer beso de la mañana al último cuento de la noche. Son virtudes no demasiado extendidas entre los que detentan el poder.

Durante la historia muchos señores de la guerra han sido padres, pero seguramente no se han implicado en la crianza. Cuando el primer ministro británico, Keir Starmer, expresó su deseo de pasar tiempo con su familia, la oposición le tildó de vago. Pero habría que poner a Vladímir Putin y los líderes de la OTAN a dar biberones templados, a recoger a los niños en la escuelita con la merienda preparada, a ayudarles a comer e inducirles al sueño, a limpiarles los mocos y las babas, a comprarles la ropita, a ponerles límites y acompañar los berrinches, a cogerles de la mano cuando dan los primeros pasos. No iba a impedir que siguiesen acumulando misiles, porque en las derivas belicistas afectan muchos otros factores. Pero seguramente el ansia militarista sería menor.

Yo lo he notado con respecto al constante infanticidio de Gaza (donde muere un menor cada 45 minutos) y lo noto en otros progenitores alrededor: aunque no fuéramos padres observaríamos con horror la matanza gazatí, pero al serlo lo vivimos con una intensidad diferente. El horror de quien sabe de primera mano cómo es un niño pequeño, la forma en la que se asusta, la necesidad que tiene de sus padres y de entornos seguros, su fragilidad, es decir, todo lo que se está arrebatando a la infancia palestina.

Todo el daño que se está haciendo al concepto que podemos albergar de la humanidad y de los tan cacareados valores occidentales, que son mentira. La mejor forma de ser niño en Gaza hoy es estar muerto: las otras opciones, la orfandad, el extravío, la mutilación, las crisis nerviosas, la enfermedad, el hambre, el futuro cancelado, son casi peores que la no existencia.

La crianza y la guerra son polos opuestos: la primera crea a la humanidad, genera futuro, establece vínculos, vehicula el amor. La segunda todo lo destruye, disemina el dolor y el odio, se ceba en los más débiles, en los niños, y destruye el porvenir. Apostemos por la primera y acabemos con la segunda. Más crianza y menos guerra.


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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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