Los cómicos salvan el debate democrático
Los humoristas no templan gaitas y su sentido de la parodia los convierte en los oráculos de una sociedad cuyas élites culturales parecen idiotizadas


Donald Trump invitó a Bill Maher a la Casa Blanca, y este lo contó en su programa, subrayando lo majo y amigable que fue el presidente, lo bien que se lo pasaron y lo alejado que era el Trump privado del monstruo grotesco que sube al atril y esputa en las redes. Maher, hasta ahora una de las voces antitrumpistas más escuchadas, abogó por el diálogo y por encontrar puntos de acuerdo. A los pocos días, otro gran cómico judío, Larry David, le respondió en The New York Times con una tribuna titulada Mi cena con Adolf, donde parodiaba el monólogo de Maher narrando una velada ficticia en la chancillería del Reich en 1939 en la que Hitler se mostró divertido y cordial. Es una pieza tan insólita que mereció un comentario del subdirector de opinión, Patrick Healy, explicando por qué hacían con David una excepción a la norma de no publicar textos paródicos en un periódico tan serio que presume del mote de la Dama Gris.
Quizá lo más interesante de todo esto sea que The New York Times acepte la sátira como forma de debate profundo: los cómicos adquieren por derecho un estatus de intelectuales que ya tenían de facto. Esto quizá lleve a los apocalípticos a tirarse de los pocos pelos que les quedan y a llorar por este mundo banal y estulto. O tempora o mores! ¿Cómo no va a declinar Estados Unidos, si los pintamonas de la tele sustituyen a Norman Mailer?
Gente como Bill Maher y Larry David no acaparan el debate que antes gobernaban los escritores y los pensadores porque las masas iletradas desprecien a estos, sino porque los cómicos demuestran que comprenden el mundo con más hondura y más largura que casi todas las eminencias grises. Responden con agilidad a las grandes cuestiones, las urgentes y las de fondo, y mantienen encendida la llama de la lucidez. No templan gaitas, están acostumbrados a la expresión directa, y su sentido de la parodia los convierte en los oráculos ideales de una sociedad cuyas élites culturales parecen idiotizadas o perdidas en sutilezas teológicas.
David y Maher, desde sus propios disensos, hablan de lo que hay que hablar, e intervienen en el ágora como antes intervenían otros pensadores. El humorismo no rebaja el debate abierto en la oposición antitrumpista entre dialogantes y confrontadores, sino que lo plantea con una crudeza insoslayable. La tele, quién lo iba a decir, es el refugio de la democracia.
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